Tara Donovan




El arte producido a base de "objetos encontrados" (sean éstos sólidos, sonoros, fotográficos...) podría parecer un campo agotado desde la época heróica del Arte Pop: en general, el uso de gadgets de la vida cotidiana ha sido abordado desde posturas conceptuales en las que el objeto era desposeído de sus condicionantes físicos hasta ser reducido a su condición referencial, icónica, al campo del sentido. No obstante, artistas como la neoyorkina Tara Donovan producen piezas artísticas a base de objetos cotidianos buscando un objetivo inverso: cancelar el sentido y potenciar únicamente las condiciones materiales.
Desde ese vaciado semiótico de significación, y mediante un proceso parsimonioso de repetición y diferencia, Donovan produce espacios abstractos donde cada objeto construye un campo topográfico atomizado, con cierto regusto purista, pero donde parace primar la sensación de infinitud e ingravidez propia de una metafísica materialista a la que la matemática sigue siendo su aliada más desconcertante. Los materiales utilizados (generalmente plásticos de poco espesor en objetos de usar y tirar) resultan en una plástica que alguien llamaría surrealismo científico, donde las cualidades de los objetos más cotidianas son rescatadas de su aparente vulgaridad y dispuestas en un universo que parece buscar un nuevo canon para lo sublime.


Three Cubes Colliding




Photobucket

La pieza "Three cubes colliding", diseñada por el colectivo formado por Sash Reading, Heather e Ivan Morrison, es una escultura kinética pensada para interactuar con el viento a modo de cometa. Construída mediante más de 1700 piezas tridimensionales de plástico y nylon, busca actualizar los fundamentos de esta tradición escultórica (que busca la armonía entre tecnología y naturaleza a través de objetos cinéticos animados por energía terrestre) a través de un lenguaje contemporáneo serial, inmaterial y de una abstracción amable. Una plástica que en otros tiempos estaba asociada a estrategias minimalistas que buscaban la otredad del objeto-en-sí, pero que con el paso del tiempo y su consiguiente familiaridad, invoca una utopía ecológica de objetos limpios y fuertemente sensoriales. Una gran obra por parte de un brillante colectivo vinculado al arte efímero.





David Maljkovic




David Maljkovic


Photobucket

Es posible que en realidad no haya habido realmente una deconstrucción en arquitectura: el deconstructivismo parecía obviar el fundamento fenomenológico de aquel movimiento cultural, reduciéndolo a un caligrafía de exotismos y abstracciones eruditas, sin llegar jamás a poner en jaque al espacio euclidiano al que supuestamente le buscaban las costuras. El método de Derrida daba voz a una voluntad inquisitiva respecto a las trampas de las representaciones clásicas, que seguramente ha encontrado más fortuna en otros campos.
Las elegantes y arriesgadas imágenes urbanas del croata David Malijkovi pueden ser entendidas como afines (quizás involuntariamente) a la deconstrucción derridiana, aquella lanzada a la aventura de des-realizar la coherencia de lo verdadero, a sobrevivir en el paisaje fraturado que emerge de las esquirlas de un texto hecho ahora añicos. Sus composiciones ucrónicas y atópicas, densas e incómodas, reformulan las interzonas urbanas de Zagreb a través de evocaciones fragmentarias e imprecisas donde el brutalismo de la vivienda colectiva establece un paisaje simultaneamente utópico (por los sueños de lo que un día quiso ser) y distópico (en la crudeza de su realidad). Interesantísimo su trabajo, de una excepcional riqueza y sobriedad en su búsqueda de nuevas representaciones del espacio vivencial.


Photobucket


Robert Edmond Jones




Robert Edmond Jones

Una de las grandes preocupaciones de las vanguardias fue la necesidad de superar la noción de escenario como paisaje, heredero de la concepción clásica del teatro, para convertirlo en un agente participativo de la acción, no sólo como fondo atmosférico meramente connotativo sino como prácticamente sujeto de la acción, fuertemente denotativo. Una voluntad (la de vivificar el scenarium, dotarle de la capacidad de catalizar el acontecimiento) que ha recorrido toda la concepción escénica del siglo XX. Pero si en este sentido se suele recordar a las compañías soviéticas de filiación constructivista, o al trabajo teatral de la Bauhaus, sería un americano el que lograría licuar ese carácter vanguardista para hacerlo digerible por el gran público. Prescindiendo de los extremismos maquinistas y quizás pintorescos de ciertas vanguardias radicales, será este Robert Edmond Jones el que hará una interpretación amable y clásica de esa nueva condición activa del escenario, que ahora pasaba a interactuar fluidamente con los actores.

Photobucket


"Al modo americano": limando las asperezas, evitando la violencia de lo nuevo y manteniendo siempre un cierto sentido clásico. Esas características hicieron que el trabajo de Edmund Jones, que partía de las ideas más revolucionarias de Europa, lograse convertirle en uno de los más reconocidos escenógrafos de su país, siempre prudente ante las extravagancias del viejo continente. No obstante, la huella de sus estudios en Europa (estuvo, entre otros, aprendiendo con Max Reinhardt) está muy presente en las escasas imágenes de sus diseños que circulan el internet. La herencia del expresionismo alemán (geometrías angulosas iluminadas en violento claroscuro), reinventado por Edmond Jones aportándole la monumentalidad de Etienne Louis Boulleé (composiciones rigurosas de intensa figuralidad, con los nodos de la escena muy focalizados), del minimalismo miesiano y el naturalismo gótico anglosajón, han hecho de él uno de los "grandes clásicos" de la escenografía americana, una figura que como arquetipo típicamente estadounidense no está muy distante de lo que pueda ser Edward Hopper en pintura. Su "The Dramatic Imagination" está considerado uno de los mejores libros sobre este campo, en los que expone su peculiar visión (trascendentalista y solemne) de la misión del set designer. Podéis leer algunos estractos aquí.

Photobucket

Cardborigami

Photobucket

Muy interesante resulta el proyecto Cardborigami, un refugio plegable de cartón ideado para servir de cobijo de los homeless, una problemática cada vez más presente en las investigaciones de los arquitectos más audaces. Impermeable, transportable, plegable y a prueba de fuego, este artefacto (muy económico y al mismo tiempo estético) se aprovecha de los hallazgos estructurales de las superficies plegadas propias de la arquitectura paramétrica de vanguardia, y los adapta a la milenaria tradición japonesa del origami, la papiroflexia del país del sol naciente.





Pese a las limitaciones inherentes al programa de necesidades (el requisito de máxima ligereza, economía y portabilidad era fundamental) la pieza lograda es perfectamente armónica con la estética de la arquitectura de vanguardia de hoy en día, que parece por fín superar aquel viejo presupuesto lecorbusieriano consistente en discretizar la estructura de los paramentos: cada vez más, y gracias a los cálculos que permiten las computadoras, se buscan artefactos en los que los componentes sean simultaneamente piel y hueso, cumpliendo varias funciones a un tiempo (estructura, cerramiento, semiosis), haciendo uso de las sorprendentes propiedades del pliegue, categoría cada vez más presente en los proyectos arquitectónicos, por su capacidad de aunar eficiencia, ligereza, y una concepción del espacio en la que el acontecimiento, la transitoriedad, la posibilidad de montaje y desmontaje, son cada vez más urgentes.


Graham Guy-Robinson

Photobucket



Interesantísimo el trabajo de Graham Guy-Robinson, joven artista británico cuyas instalaciones combinan con audacia múltiples referencias ilustres (tanto artísticas como filosóficas) hasta configurar una plástica propia llena de interesantes sugerencias arquitectónicas. Sus piezas pueden encuadrarse a medio camino entre el pop y el arte povera, en la medida en que utiliza materiales industriales muy baratos y de uso cotidiano, descontextualizados de tal modo que emerja su presencia matérica, anterior a su sentido habitual, pero reminiscentes todavía de las imágenes urbanas a las que remiten en nuestro imaginario: su material fetiche es la malla plástica naranja utilizada generalmente para enmarcar un espacio temporalmente no accesible. Aprovechándose del aspecto geométrico y casi digital de su superficie (el juego de llenos y vacíos remite a los sistemas informáticos de codificación binaria), Guy-Robinson despliega sus juegos de superficies alabeadas, pliegues y fracturas en las que las nociones de adentro y afuera, membrana y límite, visible e invisible, territorio y desterritorialización, se retuercen en morfologías topológicas y ambiguas.
Pareciese que la intención del artista fuese plasmar tridimensionalmente la desmaterialización de todo lo visible (y lo pensable) que muchos han deducido de la obra de Gilles Deleuze, donde los entes abandonan su condición Única y Cerrada hasta disolverse en sistemas de tramas y multiplicidades, un sistema que alcanza la máxima diversidad a través de combinaciones algorítmicas de diferencia y repetición, buscando la percepción de lo volumétrico a partir del pliegue de tramas pixeladas.

Electroland - Urban Shelter

Photobucket


Este interesante refugio inflable para homeless, creado por el colectivo especializado en arquitectura efímera y transportable Electroland, puede resultar aparentemente obvio y retórico: existen muchas otras soluciones funcionalmente más eficientes y resolutivas para la misma problemática (el habitat de los sin techo), pero este proyecto puede leerse como un caramelo políticamente envenenado: su leit motiv es la visibilización de los miles de vagabundos que viven en Estados Unidos.
Su forma de oruga, a medio camino entre los mimetismos organicistas y la arquitectura paramétrica, le proporciona una apariencia dinámica y zoomórfica, inquietante, y sus vivos colores pop evitan el aspecto grisáceo, sórdido y mortecino que solemos asociar a la forma de vida del nómada desahuciado. El artefacto está pensado para resultar estridente en el contexto urbano en el que será implantado, operando así como dispositivo de visibilización que reivindica el derecho a la ciudadanía de aquellos que quedan marginados del aparato de la seguridad social, resultando una estimulante propuesta por su dimensión estética, política y arquitectónica, en consonancia con el tipo de batalla semiótica invocada por Felix Guattari como requisito para la afirmación simbólica de los colectivos más desfavorecidos.

Urbanscreen


555KUBIK de Urbanscreen (colectivo de Bremen especializado en la proyección de imágenes en espacios urbanos) sobre la fachada de la Galerie der Gegenwart de Hamburgo, obra de O.K. Ungers.

... un poco de literatura: Friedrich Schiller. La educación estética del hombre

Friedrich Schiller. La educación estética del hombre

“Para resolver en la experiencia el problema político, es preciso
tomar el camino de lo estético, porque a la libertad se llega por la belleza”

Para los aficionados a la filosofía contemporánea (y en mayor medida los lectores de los díscolos franceses sesentayochescos) los ideales de la modernidad jacobina representan algo así como "el enemigo": si el pensamiento más glamouroso de hoy en día parece constreñido a oscilar entre la genealogía nietzscheana y la heideggeriana (ambos filtrados por Spinoza), el corpus teórico asociado a la revolución francesa es blanco de todo tipo de cuestionamientos conceptuales, severas críticas morales y virulentos juicios políticos. Quizás de un modo un tanto frívolo, nos hemos acostumbrado a culpar indirectamente a Kant de pesadillas como Auschwitz: todavía recuerdo una magnífica conferencia de Teresa Oñate, argumentada y convincente, que trazaba un hilo de indireta causalidad entre el pensamiento de Aristóteles y la deriva bélica del hombre contemporáneo. ¿El idealismo alemán, la soberbia implícita en el humanismo positivista, son verdaderamente parte del eje del mal?
La lectura de este magnífico "La educación del hombre estético" quizás sorprenda a los fundamentalistas del materialismo posmoderno. Se trata de la recopilación de una serie de cartas escritas por Friedrich Schiller (junto a Goethe, el gran totem del romanticismo alemán: suyo es por ejemplo Guillermo Tell) publicadas por primera vez en torno a 1795, un tiempo singularmente significativo, cuyo espíritu recorre las páginas del libro de principio a fín: se trata quizás del más canónico tratado de estética kantiana, especialmente importante por haber sido escrito en el Año Cero de la revolución burguesa. El libro exuda urgencia revolucionaria, la necesidad imperiosa de construir un nuevo ideario moral (estético, político y vivencial) para el hombre nuevo que había de emerger de las cenizas del antiguo régimen. No es, entonces, un texto gratuíto o caprichoso, pues su autor se enfrenta a la exigencia ineludible de refundar la estética para los tiempos nuevos, viviendo ese desafío como si de un problema de supervivencia se tratase. Sus páginas transmiten de un modo muy intenso esa imperiosa necesidad contrareloj de establecer una nueva lógica para el arte, de refundarlo, y en ese sentido es muy fácil que el lector pueda establecer una gran empatía con Schiller: los problemas a los que se enfrentaba él, no distan demasiado de los que inquietan al artista o el pensador de hoy en día. Esta peculiaridad hace de su lectura algo muy contemporáneo y cercano, disfrutable más como el mensaje en una botella que nos enviase alguien que ha vivido anteriormente lo mismo que nosotros hoy en día: se lee como un manual para la acción, todavía útil e inspirador, mucho más allá de la mera curiosidad bibliográfica o historiográfica. Con todos los peros que queramos encontrarle, sus páginas viven, respiran, hablan de los temas que aún hoy desafían a la cultura contemporánea.

El libro comienza renqueante, pero recomiendo al lector que no se deje intimidar por su retórica pomposa y excesivamente solemne: sus contínuas exégesis trascendentalistas sobre Estado, Espíritu y Libertad parecen retrotraer a ese idealismo totalitario y mesiánico del que hablaba al principio (o como se dice con sorna en los foros de hoy en día, hombrenuevismo ciudadánico), de indisimulado elitismo y timbre acartonado. Pero a medida que avanzan las cartas y uno va comprendiendo el rigor y astucia con el que maneja los conceptos, de entre las brumas de la oratoria anacrónica de Schiller se empieza a perfilar la silueta potentísima de un Sistema Filosófico a la vieja usanza, argumentado con pasión, profundo y bello, donde todo encaja y encaja el todo. No puedo valorar hasta qué punto el tremendo vigor de este sistema es atribuíble a Kant, pues no conozco en profundidad los matices de su estética, pero en cualquier caso se trata de un sistema sorprendentemente incisivo que consigue articular en perfecta sinfonía la metafísica, una preciosa conceptualización de la libertad, la política y el arte, que como en el caso de muchos pensadores actuales, es elevado a lo más alto de entre los haceres humanos.
El sistema filosófico de Schiller se mantiene muy sólido (y más sensato de lo que sus críticos nos habían asegurado), e independientemente de lo disconformes que podamos sentirnos con él, merece todo el respeto y la atención. Lo que viene a afirmar es una concepción aún vigente de la acción artística: se trataría de una especie de campo de investigación mental en la zona fronteriza de los cognoscible, una apertura al mundo en cuyo seno la razón y la sensación juegan su particular diálogo, y en última instancia la posibilidad misma de la libertad humana. El arte es para Schiller la vanguardia de la aprehensión del mundo, y el espacio donde se construye lo real: hasta aquí, todo encajaría incluso con la estética que Ranciere deduce de Deleuze, aunque formulado desde un humanismo quizás ya obsoleto que en el caso de los franceses ha sido desplazado por un post-humanismo cercano a la etología. Probablemente algo que hemos aprendido desde los tiempos de Schiller es a recelar del espíritu humano; la confianza en los hombres para guiar su destino y construir armónicamente sus sociedades envejece un libro que por lo demás resulta sorprendentemente fresco. Quién sabe si algún día la estima en que los hombres se tienen a sí mismos volverá a ser tan alta como en el XVIII posrevolucionario: en el siglo XXI el ser humano parece no perdonarse a sí mismo sus inacabables fracasos, y ha decidido darse a sí mismo por imposible. Quizás después de tiempos tan convulsos como estos volvamos a recuperar la confianza en nuestra condición humana, asintiendo con Schiller en la importancia de la educación estética del hombre como única posibilidad de su libertad.

Josef Schulz



Josef Schulz es un interesantísimo fotógrafo de arquitectura, cuyas imágenes (a caballo entre la ironía, el pop como sistema de enajenación cognitiva, la frialdad nórdica y los manierismos posmodernos) han configurado un universo estético perfectamente reconocible y coherente; ha alcanzado ese difícil status en el que el artista logra un estilo tan singular que es identificable al primer vistazo. Su trabajo consigue evidenciar (quizás involuntariamente) una de las más discutibles y problemáticas características de los fundamentos estéticos del movimiento moderno: su absoluta desatención al factor tiempo. Si aparece en este blog dedicado a los espacios transitorios, es por la virulencia con la que explicita la voluntad metafísica de eternidad e infinitud que, todavía, contamina el pensamiento formal del establishment arquitectónico.


Photobucket


Sign Out, de Josef Schulz


La serie Sign Out a la que pertenecen las imágenes está formada por retratos de paneles publicitarios de carretera enfocados desde su envés, y privados por tanto de los componentes semióticos que contienen en el haz: son formas privadas de su función. En ausencia de la representación que vehiculan, las piezas quedan reducidas a la condición de diagramas formales, fantasmagóricos en la medida en que evidentemente "les falta algo", pero extrañamente utópicos en su disposición formal: las imágenes reflejan superficies planas de colores vivos, inmaculados y todavía oliendo a recién estrenados, sin mácula alguna, de textura plástica y fuertemente artificial. El cielo es de una tonalidad azul pantone, como en un álbum de fotos de boda, acentuando el contraste compositivo (diagramático y casi primitivo, brutalista) entre fondo y figura, forzando la apariencia geométrica y abstracta de unas piezas carentes de contexto o edad. Fuera del espacio y del tiempo reales, las fotografías nos trasladan entonces a un perverso limbo atópico y acrónico de reminiscencias pop, violentado por el aspecto esencialista y casi metafísico de las estructuras que retratan. En su forzado esteticismo, emerge la sombra de algo desconcertante y pesadillesco: la negación del acontecimiento.


Photobucket

El paso del tiempo ha sido visto tradicionalmente como el gran enemigo de la arquitectura. Los proyectos se conciben pensando en materiales incólumes, ajenos a un envejecimiento que a ojos del arquitecto no es más que un deterioro de piezas que son pensadas para parecer eternamente nuevas, y pareciese que la vocación de todo proyectista fuese que sus obras permaneciesen en el limbo extemporáneo que retrata Schulz en sus imágenes. El tiempo, en pleno siglo XXI, sigue siendo pensado como enemigo de la arquitectura. Ese rechazo a todo lo que parezca la huella de un acontecimiento, del clima, del sol, de cualquier factor de edad, corre en paralelo a un ser humano que cada vez con más ahínco se esfuerza en perpetuarse en una juventud eterna que no es ya simulacro sino máscara, y condenándose de ese modo a habitar mórbidos cuerpos concebidos como utopía imposible (la negación del tiempo, el ser sin edad) que inevitablemente desemboca en la pesadillesca distopía de Sísifo. Toda arquitectura es en última instancia efímera, y las fotografías de Josef Schulz juegan irónicamente con este imperativo natural, a través del flirteo dialéctico con su negación: una zona muerta donde todo está recién pintado, donde nada sucede, todo es forma y el tiempo ha sido cancelado. Y con él, el sentido.
En las fotografías de Schulz, nunca aparecen personas.

Sign Out es Heráclito, disfrazado de Platón.





Tomás Saraceno



Poetic
Cosmos
of the
Breath


Tomas Saraceno, 2007


Tomás Saraceno es un nombre que volverá a este blog a menudo, pues se trata de uno de los artistas más respetados en lo que respecta a la producción de espacios efímeros. Arquitecto de formación y visionario a la vieja usanza, su figura evoca quizás la del ingeniero de ideas peregrinas de mediados de siglo, a lo Buckminster Fuller, Yona Friedman o los Metabolistas, creadores de artefactos espaciales con un pie en la mecánica y otro en la utopía, cuyas ideas (técnicamente perfectas, pero instrumentalmente demasiado radicales para ser arquitectura) les condenaban al casillero de heterodoxos inclasificables, cuando en realidad sus obras tenían más voluntad de ser leídas como posibilidades del mundo real que como simples escenificaciones artísticas. Hay un realismo gremial del arquitecto, moralizante y punitivo, que férreamente se resiste a considerar como "arquitectura" todas aquellas experiencias espaciales que trasciendan el imperativo del "programa". Digamos entonces que Saraceno es artista, en un sentido que quizás sea el de las vanguardias, ya que el arquitecto lo considera como su afuera.



Photobucket


P
racticante de una plástica de la inmaterialidad en la que espacio y materia minimizan su frontera a través de transparencias, estructuras alámbricas, superficies sinuosas y cuerpos filamentosos, su trabajo puede leerse como clásico en la medida en que es la traducción al mundo de la estética de muchos de los conceptos que están rondando en la cultura contemporánea: el flujo, la nube, lo atópico, lo ucrónico, el rizoma, la red, lo múltiple, le leve, lo accidental, lo efímero. Para ello, utiliza una gramática espacial no muy distante del urbanismo situacionista, ampliada ahora con la cosmovisión evanescente propia del homo computacional que ha escuchado a los científicos decir que la materia no existe, y acostumbrado a sobrevivir a través de espacios de incertidumbre.





L
o que Saraceno que tiene de visionario y anti-representativo, lo tiene de político: su utopía espacial, soñada por ecólogos y urbanistas, es la de una ciudad etérea que desaparece en el brillo de las conexiones que la vivifican, sin peso ni sustancia, hecha de atmósfera, time lapse y sensación. Entre el líquido y lo gaseoso, el tiempo dirá si sus piezas son escenificaciones de una utopía, o ejemplos de la misma.





Tenéis una entrevista aquí.
Su proyecto Greenhouse aquí.
La instalación The Cloud aquí.
Sus Jardines Voladores aquí (y el correspondiente Facebook)

Exploradores urbanos #1: Miru Kim



Photobucket


Comenzamos un hilo dedicado a los exploradores urbanos, colectivos de artistas y activistas sociales que recorren los espacios en sombra de la ciudad (ruinas, zonas abandonadas, instalaciones urbanas ocultas, edificios vacíos...) como territorios de experimentación cognitiva que desvelan las particularidades de nuestra relación con el espacio humano.

Una de las representantes más reconocidas de esta línea de investigación en el mainstream artístico es Miru Kim, fotógrafa de origen coreano afincada en Nueva York, cuyo trabajo retrata su cuerpo desnudo en lugares inexplorados u ocultos como estaciones de tren abandonadas, granjas de animales, centrales eléctricas en desuso... Siendo una de las niñas mimadas de los coleccionistas, su obra sin embargo adolece de una concepción quizás obsoleta del papel del cuerpo en la relación con el mundo: en sus imágenes, la fractura entre sujeto y paisaje es absoluta, como si el ciudadano no pudiese ser más que un espectador trascendente de un territorio que nunca llega a conquistar, con el que no establece una verdadera correlación. Quizás sus cuerpos enuncien el estar-en-el-mundo del hombre contemporáneo, cuya subjetividad es todavía la del yo trascendente que no puede más que asistir, asombrado, al espectáculo fenoménico de un mundo que no llega todavía a sentir como parte de sí mismo y que, por tanto, habita la ciudad como si de un entorno selvático e indómito se tratase.
Una interesante poética del habitante seguramente devaluada por lo conservador de su esteticismo, pero cargada de sugerencias y reflexiones sobre el paso del tiempo en los espacios que habitamos, y sus huellas sobre la memoria, las afecciones y el cuerpo.





Hay en su trabajo, todavía, cierto aroma a viejo romanticismo dieciochesco, el del burgués explorador que busca la mística de lo sublime en aquellos lugares que le resultan exóticos. Como una reformulación de La tempestad de Giorgione en el que la figura fuese una turista flirteando con el caos de los subsuelos de su propio mundo, sin buscar en ellos un orden o un sentido, en los que quizás aflore cierta concepción circense de los lugares dejados de la mano de Dios.
.


Yuren Teruka: Árboles




"
El arte plantea las cuestiones fundamentales a propósito de la belleza en sentido holístico, porque es difícil de predecir lo que el público va a reconocer como válido. Un amigo mío dijo una vez que si logras hacer sonreír a alguien, se abre para usted y la comunicación comienza inevitablemente. Eso es lo que intento hacer. Baso mi decisión estética específica en mis instintos y en cuándo algo me emociona. Cuando la gente es atraída a mi trabajo y lo observan de cerca, comienzan a extraer mensajes. Cada vez que el arte está hecho de objetos de uso cotidiano del espectador aporta la experiencia en su esfera privada y en el uso de materia misma, lo van a ver desde una perspectiva renovada. Descubrir la metamorfosis de pequeños objetos familiares es un ejercicio psicológico, que permite convertir la rutina en momentos significativoss, haciéndonos más conscientes de las alteraciones infinitas en nuestro entorno.
"

Yuren Teruka, Forests


Photobucket




"Lo japonés" es, como concepto, un delirio occidental, una simplificación diagramática útil para categorizar (y de ese modo quizás comprender) la singularidad formal de la cultura de un país que nos es mayormente extraño, ajeno. Japón es otra cosa, un insólito pliegue en la globalización que allí ha adoptado maneras peculiares, dando lugar a un espacio cultural inquietante con manifestaciones aparentemente occidentalizadas, pero de las que a menudo emergen detalles desconcertantes y decididamente extranjeros que dan cuenta de hasta qué punto su pensamiento (y su poesía) nos resultan incomprensibles, pero ni mucho menos inaccesibles. El propio Roland Barthes daba cuenta de la inexcrutable peculiaridad del país del sol naciente en su clásico "El imperio de los signos", describiendo un paisaje urbano que a ojos de un burgués francés resultaba magmático y caótico, pero aromatizado por el singular encanto de indicativos detalles que sugiriesen la presencia subterránea de una cosmogonía hermosa y sabia, cuyos fundamentos abisales no podríamos acotar. Bajo la aparente inaneidad de unos signos que constantemente rinden pleitesía a su propio vacío, a su condición de asignificantes, fluye una estética de la superficie guiada por sus propias nociones de orden, caos, tiempo y materia, deudoras de la ¿metafísica? de un lugar donde dicha disciplina es sencillamente inpensable.



Photobucket



¿Qué queremos decir con esto? Que desde nuestra férrea cosmovisión occidental el acercamiento al arte nipón no puede llevarse a cabo de otro modo que no sea la asunción de su inevitable condición exótica: la otredad se mide en distancias. Esa mirada desde el exotismo (en realidad universalizable a cualquier acto de intercambio semiótico) es una postura muy afín a la posmodernidad: no nos intimidemos por el eclipse de un sentido siempre elíptico, indeterminable, y disfrutemos de la sensación, ese nivel de la percepción en el que confluyen la ingenuidad, el capricho y la sensualidad del cuerpo que observa sin necesidad de enfrentarse a irresolubles decodificaciones simbólicas: en esta entrevista (origen de las citas de este post) Yuren Teruka, artista de origen japonés al que dedicamos esta entrada, advierte que su trabajo es más esteticista que ético. Sus delicadas y minuciosas instalaciones de la serie "Bosques"(en las que recrea pequeñas formas arbóreas en objetos cotidianos como libros, bolsas, cartones o cajas) son sutiles haikus formales en los que una naturaleza viral vivifica la materia muerta en un juego entre la reificación fetichista, el panteísmo, la ecosofía y el ikebana, el milenario arte floral japonés. Producidas con técnicas deudoras del bingata de Okinawa (plantillas con arabescos florales utilizadas sea para colorean ropa o para hacer inscripciones de cualquier tipo), sus piezas dan cuenta de una estrategia que el propio Teruka, afincado en Brooklyn, define como política, pero que sin duda trasciende la mera representación ideológica.



Tan esteticista como el espectador quiera considerar, su obra es quizás una redacción en el particular código estético japonés (ese característico minimalismo naturalista, fuertemente sacralizado) de muchos de los valores que en occidente consideramos fundamentales a la vanguardia cultural: el reciclaje, la ecología, la ciencia (cada vez más spinozista) y un pop cada vez más evocativo y fantasmático, donde la belleza surge de un extrañamiento de lo cotidiano hasta que aflore lo que siempre ha sido: la materia, perpetuamente floreciendo. Objetos de derribo condenados por la lógica capitalista a devenir rápidamente basura, son reformados y reformulados en delicadas figuraciones que presentan un tiempo que no es el de la destrucción de las esencias, sino el de su eterno producción y reproducción.


Maurice Demers: Futuribilia

"
El medio ambiente es una escultura que se desarrolla, que creció hasta convertirse en la arquitectura efímera y lo urbano. Aprovechar el potencial humano que reside en estos lugares y ponerlos en acción a través de una continua experimentación, ese es el objetivo final. Desde el interior del espacio-tiempo, el participante se convierte en co-creador. Participa al convertirse en escultura como parte de la acción, vivir la escultura en el centro de una creación donde se privilegia el proceso.
"


Color del texto

Maurice Demers, Futuribilia



Photobucket



Los años 60 continúan siendo una fuente inagotable de ideas estimulantes para los espeleólogos del retrofuturismo y las experiencias estéticas singulares. Tanto en el circuito académico de los grandes museos como en la por entonces emergente escena underground, la década fue una continua sucesión de sobresaltos culturales en los que la arquitectura solía conservar intacta un aura emancipadora, de obra de arte total, que favoreció la proliferación de experimentos espaciales al calor de los presupuestos performativos de Fluxus, grupo cuya herencia (no tanto en lo formal como en lo moral) mantiene la influencia y el caudal creativo que en su momento los situó en el epicentro del panorama artístico.

S
i bien la historia acostumbra a ser especialmente generosa con los supuestos grandes núcleos de producción de ideas (el swinging London, el Nueva York de Warhol, París como pinacoteca oficial de las vanguardias históricas...) , en muchas ciudades periféricas se producían igualmente obras y movimientos de gran interés, propias de una globalización que empezaba a asomar la cabeza en el inconsciente colectivo, y en el que la reformulación del papel del arte en la vida cotidiana parecía ser un desafío universal. Muchas piezas que hoy en día quizás resulten excéntricas, pintorescas o naive, fueron alumbradas en su día como experimentos plásticos de alto riesgo, con más seriedad de la que le presuponemos, y con una (quizás ingenua) voluntad utópica (y por tanto, heróica) seguramente perdida hoy, ¿para siempre?



Maurice Demers es el más ilustre representante de aquella escena en Qebec, y arquetipo de un tipo de artista hoy en franca decadencia: el iluminado de oratoria mesiánica y aspecto descuidado, ensimismado en una cosmogonía propia y omnímoda, y creyente todavía en el valor vivencial de la experiencia artística, a mitad de camino entre el superrealismo y la psicodelia mística. No se trata en absoluto de un realista, y quizás por eso nunca ha sido atendido ni escuchado por los arquitectos (colectivo éste absolutamente sumiso a los dogmatismos tecnócratas de cierto materialismo, también en los 60): su trabajo, completamente opuesto a la opresiva e inhumana abstracción rígidamente codificada propia del movimiento moderno, es incomprensible sin su apuesta por el aspecto dionisíaco y sensual de la percepción, de un estar en el mundo hecho de sensaciones y afecciones, y opuesto completamente al cartesianismo de los herederos de Mies. Mientras los CIAM languidecían en el inasumido fracaso de su diseño de la ciudad contemporánea, los artistas de la escuela Fluxus investigaban la dimensión afectiva, participativa, dinámica y plural, en la que la espacialidad no era ya la euclidiana, sino más cercana a Mikhail Bakhtin y su noción de cronotopo. Fruto de esta colisión de disciplinas a medio camino entre la arquitectura, la escultura y la performance, y siempre con el acontecimiento como eje articulador, Demers investigará junto a otros artistas de su círculo la propuest a de un "Théâtre d’environnement" mediante el cual desplegar sus investigaciones.






Uno de los más celebrados experimentos de Demers fue este Futuribilia que presentamos en este post, y que constituye una excéntrica y acaso delirante muestra de muchos de los sueños utópicos que hoy en día son pasto de la cultura abisal del hauntology. Desarrollada en Montreal entre 1966 y 1968 (en paralelo, por tanto, a la explosión de la era espacial, el espiritualismo orientalizante y la sociología hippy) se trata de un "ambiente" que pretende recoger las inquietudes artísticas del autor en aquellos momentos, deudora de una confianza hoy impensable en el progreso y la ciencia: es un homenaje, fascinado y espontáneo, a la noción de ecosistema, a las teorías de la computación, al sueño de la conquista del espacio, y la utopía de la humanidad emancipada a través del arte, la tecnología y la ciencia. Lo que la convierte en un rara avis digno de ser recuperado es su naturaleza festiva y jovial, la apuesta por una idea del espacio que no es más que potencia de acción y sensación, la efectuación de los sueños en una interzona a medio camino entre el realismo mágico y el puro teatro.

Su marcada icongrafía pop (serviría perfectamente como atrezzo a una nueva versión de la Barbarella de Jean-Claude Forest), el optimismo vitalista tan de la época, la estética tecno-psicodélica y sensual, y su naturaleza eminentemente festiva, son huellas de un tiempo aparentemente superado, pero cuyo planteamiento de los ambientes efímeros como indisolubles del acontecimiento que habrán de catalizar permanece todavía vigente. Sobran motivos para atender a este tipo de propuestas insólitas.






"
Primer ciberplaneta del mundo, expresa en formas, colores e imágenes los grandes descubrimientos científicos del siglo XX: la relatividad, la mecánica cuántica y la teleportación. Los visitantes son recibidos por un robot que los llama por sus nombres de pila y dialoga con ellos, pueden manipular objetos virtuales e interactuar con las esculturas cibernéticas, un simulador de vuelo cósmico, un vehículo interplanetario. Una serie llamado "Trans-era" nos hace vacilar sobre la curvatura del espacio. Una pantalla de teletransporte impulsa y disecciona las personas y las cosas a su alrededor. Partículas del espacio cósmico se proyectan en los participantes mientras un robot come caramelos y otro atraviesa las paredes. Un hombre se encuentra en un pasillo de metal transparente, tratando de comunicarse con otros mundos. Antes de salir, de firmar su nombre en una pantalla con múltiples horizontes, tratando de llegar a un lápiz en la ingravidez, etc. Se trata de des-institucionalización del mundo del arte, por ello Futuribilia se presentó en mi estudio.

"







.

Minimum Monument de Nele Azevedo


"
El proyecto es una lectura crítica del monumento en la ciudad cintemporánea. En una acción de pocos minutos, los cánones oficiales del monumento son invertidos: en lugar del héroe, el anónimo; en lugar de la solidez de la piedra, el proceso efímero del hielo; en lugar de la escala monumental, la escala mínima de los cuerpos perecederos.
"

Minimum Monument de Nele Azevedo



Photobucket



La poética del hielo como metáfora del paso del tiempo continúa manteniendo su frescura pese a la proliferación de diseñadores que utilizan ese recurso con fines más orientados a la fruslería trendy que a un auténtico programa artístico: muestras del lujo excéntrico y caprichoso como los famosos Xtracold de Amsterdam (un bar construído a base de hielo en la capital holandesa) o el delirante Chill Out Café (también de hielo pero esta vez... ¡en la tórrida Dubai!) muestran hasta qué punto se puede degradar el potencial simbólico y vivencial del hielo, que en manos más ingeniosas se presta a sutiles dialécticas entre fluctuación y estatismo, entre instante y proceso, y en definitiva, entre presencia y representación.

Una de los más interesantes piezas de este subgénero es la instalación de la artista brasileña Nele Azevedo Minimum Momentum, constituída a base de pequeñas y lacónicas figuras de hielo dispuestas estratégicamente en el centro histórico y monumental de ciudades como
Braunschweig o Florencia. La prensa del ramo ha visto en la instalación una alegoría del cambio climático, pero en mi opinión su interés trasciende en mucho ese ecologismo simplón que reduce el arte a la redacción de consignas icónicas. Tampoco son especialmente estimulantes las lecturas que abordan la pieza como una reiterativa metáfora del existencialismo deprimente que tanto seduce a los que no han leído a Sartre (y mucho menos a Heidegger), obviando la diferencia entre la escultura y el relato (la primera se caracteriza por la presencia) y, en el fondo, recreándose en una sentimentalidad para la que el tiempo no es más que la mórbida e implacable guadaña que condena a las esencias a la desaparición.

Puesto que nuestra competencia es lo efímero, nuestra lectura quiere en cambio ser positiva, valorando lo que la instalación tiene de afirmación: la visualización en tiempo real de la transubstantación de la materia, como inteligente reflexión (la propia autora lo reconoce en la cita que abre el post, extraída de aquí) sobre un concepto tan aparentemente incompatible con lo transitorio como es el monumento. Si la monumentalidad clásica quiere ser la reificación del acontecimiento inscribiéndolo en un objeto permanente, lo que Azevedo propone es recuperar el sentido eventual de un acontecimiento que ya no es evocado ni simbolizado sino efectuado: tiempo monumentalizado. Las alegorías existencialistas o su vocación ecológica son aspectos menos interesantes de una pieza que embellece la performatividad del tiempo en sí, homenajeando la omnipotencia de un Cronos frente al que la materia no es más que una ilusión perspectiva.

v / j #2: Keiichiro Shibuya / ATAK




El formalismo extremo, geométrico y abstracto, que utilizan la mayoría de los músicos digitales de vanguardia en sus performances, atraviesa una auténtida edad dorada. El uso que hacen de software mixto que produce en tiempo real variaciones en la modulación de sonido e imagen simultaneamente, está suponiendo un nuevo campo de investigación artística interdisciplinar y multisensorial, en el que el protagonista es el ambiente en sí.
Filmachine es una espectacular instalación mixta de Keiichiro Shibuya, capo del sello ATAK, desde el que en colaboración con Takashi Ikegami propone una nueva y sugerente colisión entre tecnología, espacio, luz y sonido de la mano de esa penúltima vanguardia que fueron los clicks + Cuts.





Natura / Nurtura #1: Naturaleza Muerta



Algunas de las cuestiones que en su día animaban la proliferación del land-art como reformulación límite de la experiencia artística (la tensión entre natura y nurtura, el territorio como superficie de inscripción simbólica, la naturaleza como proceso sincrónico y degenerativo...) parecen un poco obsoletos a tenor de la dirección que ha tomado la historia: consumada la globalización y urbanización absoluta del planeta ("todo es ciudad", que diría Koolhaas), el Arte como experiencia esencialmente urbana (no es este un planeta de habitantes: todos somos ahora ciudadanos) maneja una noción de lo natural en la que ya apenas queda espacio para consideraciones pastorales pretéritas. Incluso la selva es ya espacio residual entre ciudades, la dinámica de sus ecosistemas no presenta ningún tipo de misterio científico, y la antigua identificación entre Naturaleza , Misterio y Sublime ha quedado obsoleta ante el imperio de la cosmovisión propia de nuestra civilización: la racionalización del uso del territorio y su sometimiento a parametrizaciones científicas, económicas y paisajísticas (tres maneras implacables de urbanizar la mirada sobre lo campestre) imposibilita considerar la natura como espacio esencialmente ingobernable, como el afuera de la ciudad.



Pero incluso en la gran ciudad global, el territorio cartografiado por los píxeles omniscientes de Google Earth, donde los cazadores de tendencias realizan (realizamos) el escrutinio de todo aquel pintoresquismo espacial susceptible de ser impreso en papel couche bajo el epígrafe de Art flavour of the week, restan recodos para la marginalidad espontánea, el arte ingenuo y primitivista llevado a cabo con naturalidad por los propios habitantes de escenarios escondidos y alejados del gran ojo que todo lo ve. En las antípodas del Land Art académico y oficialista (el de Morris, De María, Long, Christo...) , highbrow, existe otra variante pop, de baja fidelidad. Lowbrow.
La diferencia esencial es que los creadores de este tipo de intervenciones simbólicas sobre el territorio sólo actúan en el contexto de su propio espacio vital, el que habitan cotidianamente. No es el caso de un Christo, artista con jet-lag que despliega sus piezas en territorios considerados por variables muy poco personalistas o íntimas: el land-art lowbrow es el propio del Alemán de Camelle, misterioso y trágico eremita que entró en la leyenda popular de la mano de Nunca Máis. O el de Luis García Vidal y su Parque de los desvelados, tétrico y panteista ajardinamiento en el que cada piedra es transubstanciada en calavera. O incluso, de manera más trasversal, la intervención de Agustín Ibarrola en el Bosque Animado de Oma, con un pie en el misticismo vernáculo y otro en la crítica artística de alto copete.



En esa tradición eterna del "artista del pueblo" que desenrolla sus trazas sobre el territorio de manera casi instintiva, animal, se inscribe una curiosísima arcadia mexicana conocida mundialmente como "Isla de las muñecas", en Xochimilco, donde Julián Santa Ana Barrera, enésimo esquizofrénico rural y ajeno al arte museado, llevó a cabo durante años, con obsesiva insistencia, esta curiosa intervención paisajística que con el tiempo se ha convertido en lugar de culto del turismo trash, que ha visto en su grotesca espontaneidad todo un referente de la subcultura gótica. Uno de esos extraños fenómenos en los que una pieza de naturaleza ruralizante e hiperlocal (se trataba de un hombre que apenas tenía conexión con el mundo real) encuentra un eco repentino en la cultura urbana de los geeks adictos a las escenografías sórdidas.


Pero desde la perspectiva de lo escenográfico, puede interpretarse este lugar como una suerte de bodegón invertido: ya no es la naturaleza muerta la que se despliega en el contexto de un interior artificial (fondo nurtura, figura natura) sino su némesis: el fondo es la naturaleza, y la figura es el objeto. Involuntariamente, se reinventa el land-art como una suerte de still life inversa, en un universo enteramente artificial en el que la idea de una arcadia inalterada por la mano del hombre no es más que el eco de un pasado ya extinto. La naturaleza en 2011 es quizás pixel.



Pero la auténtica paradoja es la condición de icono virtual que ha popularizado ese lugar: no importa tanto su existencia en sí, su actualidad física en México, como la existencia de imágenes fotográficas que contienen el espacio y lo convierten en imagen-símbolo. La Isla de las Muñecas no es tanto un espacio extensivo, como una suma de fotografías, como un render que, circunstancialmente, existe en el espacio físico: en el imaginario colectivo comparte rango de hiperficción con la estética de Rob Zombie, el horror gótico norteamericano, las fotografías de Jan Saudek y la iconografía postapocalíptica. Un producto local en cuanto actual, pero universal en cuanto virtualizado.



Su potencia estética se organiza en torno a la cualidad simbólica de los juguetes, como metáfora difusa de cualquier utopía fracasada. No es la primera, ni la única ni la mejor utilización del muñeco roto como metonimia de una memoria destrozada, del paso del tiempo como cuenta atrás hacia la desparición. Pero el singular encanto de este proyecto es su espontaneidad lowbrow, su honesto misticismo, su instintiva y desoncertante colisión entre naturaleza, plástico, inocencia y muerte.
Museo al aire libre hecho de signos fracturados, acopio del valor simbólico de la basura como semiótica del inconsciente, automatismo psicoanalítico del arte como purgación de los demonios interiores. Sin curators de por medio.

V / J #1: Romain Tardy


Un par de intervenciones en directo del v/j Alain Tardi, del que tenéis toda la información aquí. Es una pena que le pierda la estética posmoderna tan simplona, porque la tecnología que usa es una maravilla.





Fondo y figura #1: Brothers Quay "Leos Janacek"



Mucho se ha escrito sobre el trabajo de los legendarios hermanos Quay, maestros de la stop-motion con marionetas nacidos en Estados Unidos pero creadores de un universo estético de sabor fuertemente centroeuropeo. Pero el esfuerzo literario por definir y acotar la naturaleza de un cine tan sumamente personal, de una lírica tan exacta como esquiva, se da de bruces con la imposibilidad de producir un discurso que de cuenta de la naturaleza voluntariamente musical de su modus operandi: tal y como ellos mismos explican en sus contadas entrevistas, su universo no remite a ningún esquema metafórico o significativo, buscando más bien el tipo de poética de los sentidos propia de cierto teatro de vanguardia de principios del siglo XX. Sus films no significan, sino que evocan, partiendo de la concatenación de imágenes que rememoran el pathos de Kafka, Beckett, Schulz y, por supuesto, Jan Švankmajer, referencia ineludible en la animación de vanguardia y verdadero maestro en la sombra de los Quay.
Su trabajo es toda una lección de escenografía, protagonista absoluta de un lenguaje cinematográfico que busca dinamitar la distinción gestáltica entre fondo y figura: en sus cortometrajes, el escenario no es un fondo pasivo e inanimado sobre el que se desenvuelvan los acontecimientos, sino que actúan como un agente animado que interactúa permanentemente con los supuestos protagonistas. Su cine es escenografía coreografiada: la disolución absoluta de la frontera entre sujeto y objeto, de tal manera que todo el campo visual es susceptible de participar de los enigmáticos eventos. Escenografía viva, proyección del imaginario subjetivo en el que azarosamente algunas puertas se cierran, mientras baúles y cajones se abren en un ballet objetual ... ¿del sinsentido?





Sus escenarios (a medio camino entre la ensoñación naive y lo pesadillesco, bellamente desoncertantes, filmados siempre con celuloide de grano rugoso y color marchito) son, por tanto, protagonistas absolutos de una acción que siempre toma cuerpo como la animación de un ambiente. Compuestas como agregados delirantes de objetos parciales freudianos, y formalizadas en el vertedero de un expresionismo deconstruído, cada una de sus escenografías sigue una lógica autoreferencial y asignificativa, en la que la tensión entre lo bidimensional y lo tridimensional se resuelve mediante el uso paradójico de la iluminación, en la que las zonas en sombra tienen un peso fundamenteal. Paradójica será también su ordenación y yuxtaposición de los espacios, que no sigue la lógica extensiva de la geometría euclidiana, sino una disolución del espaciotiempo natural más cercana a las intensidades topológicas.



Un cine operístico, multidisciplinar, sensorial y evocativo como el suyo escapa seguramente a cualquier aproximación semiótica que quiera resolver su enigma. Su gramática visual, de un expresionismo desapasionado y tenso, opresivo y ensimismado, supone sin embargo una sugerente poetización de la lógica memorística de lo onírico, espacio fracturado que asiste a las erráticas e inesperadas derivas de un sujeto, casi siempre pasivo, que asiste atónito a los caprichos de un contexto objetual inesperadamente dinámico, amenazante, insólito y, a su manera turbia, nostálgico.