Josef Schulz



Josef Schulz es un interesantísimo fotógrafo de arquitectura, cuyas imágenes (a caballo entre la ironía, el pop como sistema de enajenación cognitiva, la frialdad nórdica y los manierismos posmodernos) han configurado un universo estético perfectamente reconocible y coherente; ha alcanzado ese difícil status en el que el artista logra un estilo tan singular que es identificable al primer vistazo. Su trabajo consigue evidenciar (quizás involuntariamente) una de las más discutibles y problemáticas características de los fundamentos estéticos del movimiento moderno: su absoluta desatención al factor tiempo. Si aparece en este blog dedicado a los espacios transitorios, es por la virulencia con la que explicita la voluntad metafísica de eternidad e infinitud que, todavía, contamina el pensamiento formal del establishment arquitectónico.


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Sign Out, de Josef Schulz


La serie Sign Out a la que pertenecen las imágenes está formada por retratos de paneles publicitarios de carretera enfocados desde su envés, y privados por tanto de los componentes semióticos que contienen en el haz: son formas privadas de su función. En ausencia de la representación que vehiculan, las piezas quedan reducidas a la condición de diagramas formales, fantasmagóricos en la medida en que evidentemente "les falta algo", pero extrañamente utópicos en su disposición formal: las imágenes reflejan superficies planas de colores vivos, inmaculados y todavía oliendo a recién estrenados, sin mácula alguna, de textura plástica y fuertemente artificial. El cielo es de una tonalidad azul pantone, como en un álbum de fotos de boda, acentuando el contraste compositivo (diagramático y casi primitivo, brutalista) entre fondo y figura, forzando la apariencia geométrica y abstracta de unas piezas carentes de contexto o edad. Fuera del espacio y del tiempo reales, las fotografías nos trasladan entonces a un perverso limbo atópico y acrónico de reminiscencias pop, violentado por el aspecto esencialista y casi metafísico de las estructuras que retratan. En su forzado esteticismo, emerge la sombra de algo desconcertante y pesadillesco: la negación del acontecimiento.


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El paso del tiempo ha sido visto tradicionalmente como el gran enemigo de la arquitectura. Los proyectos se conciben pensando en materiales incólumes, ajenos a un envejecimiento que a ojos del arquitecto no es más que un deterioro de piezas que son pensadas para parecer eternamente nuevas, y pareciese que la vocación de todo proyectista fuese que sus obras permaneciesen en el limbo extemporáneo que retrata Schulz en sus imágenes. El tiempo, en pleno siglo XXI, sigue siendo pensado como enemigo de la arquitectura. Ese rechazo a todo lo que parezca la huella de un acontecimiento, del clima, del sol, de cualquier factor de edad, corre en paralelo a un ser humano que cada vez con más ahínco se esfuerza en perpetuarse en una juventud eterna que no es ya simulacro sino máscara, y condenándose de ese modo a habitar mórbidos cuerpos concebidos como utopía imposible (la negación del tiempo, el ser sin edad) que inevitablemente desemboca en la pesadillesca distopía de Sísifo. Toda arquitectura es en última instancia efímera, y las fotografías de Josef Schulz juegan irónicamente con este imperativo natural, a través del flirteo dialéctico con su negación: una zona muerta donde todo está recién pintado, donde nada sucede, todo es forma y el tiempo ha sido cancelado. Y con él, el sentido.
En las fotografías de Schulz, nunca aparecen personas.

Sign Out es Heráclito, disfrazado de Platón.





Tomás Saraceno



Poetic
Cosmos
of the
Breath


Tomas Saraceno, 2007


Tomás Saraceno es un nombre que volverá a este blog a menudo, pues se trata de uno de los artistas más respetados en lo que respecta a la producción de espacios efímeros. Arquitecto de formación y visionario a la vieja usanza, su figura evoca quizás la del ingeniero de ideas peregrinas de mediados de siglo, a lo Buckminster Fuller, Yona Friedman o los Metabolistas, creadores de artefactos espaciales con un pie en la mecánica y otro en la utopía, cuyas ideas (técnicamente perfectas, pero instrumentalmente demasiado radicales para ser arquitectura) les condenaban al casillero de heterodoxos inclasificables, cuando en realidad sus obras tenían más voluntad de ser leídas como posibilidades del mundo real que como simples escenificaciones artísticas. Hay un realismo gremial del arquitecto, moralizante y punitivo, que férreamente se resiste a considerar como "arquitectura" todas aquellas experiencias espaciales que trasciendan el imperativo del "programa". Digamos entonces que Saraceno es artista, en un sentido que quizás sea el de las vanguardias, ya que el arquitecto lo considera como su afuera.



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P
racticante de una plástica de la inmaterialidad en la que espacio y materia minimizan su frontera a través de transparencias, estructuras alámbricas, superficies sinuosas y cuerpos filamentosos, su trabajo puede leerse como clásico en la medida en que es la traducción al mundo de la estética de muchos de los conceptos que están rondando en la cultura contemporánea: el flujo, la nube, lo atópico, lo ucrónico, el rizoma, la red, lo múltiple, le leve, lo accidental, lo efímero. Para ello, utiliza una gramática espacial no muy distante del urbanismo situacionista, ampliada ahora con la cosmovisión evanescente propia del homo computacional que ha escuchado a los científicos decir que la materia no existe, y acostumbrado a sobrevivir a través de espacios de incertidumbre.





L
o que Saraceno que tiene de visionario y anti-representativo, lo tiene de político: su utopía espacial, soñada por ecólogos y urbanistas, es la de una ciudad etérea que desaparece en el brillo de las conexiones que la vivifican, sin peso ni sustancia, hecha de atmósfera, time lapse y sensación. Entre el líquido y lo gaseoso, el tiempo dirá si sus piezas son escenificaciones de una utopía, o ejemplos de la misma.





Tenéis una entrevista aquí.
Su proyecto Greenhouse aquí.
La instalación The Cloud aquí.
Sus Jardines Voladores aquí (y el correspondiente Facebook)

Exploradores urbanos #1: Miru Kim



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Comenzamos un hilo dedicado a los exploradores urbanos, colectivos de artistas y activistas sociales que recorren los espacios en sombra de la ciudad (ruinas, zonas abandonadas, instalaciones urbanas ocultas, edificios vacíos...) como territorios de experimentación cognitiva que desvelan las particularidades de nuestra relación con el espacio humano.

Una de las representantes más reconocidas de esta línea de investigación en el mainstream artístico es Miru Kim, fotógrafa de origen coreano afincada en Nueva York, cuyo trabajo retrata su cuerpo desnudo en lugares inexplorados u ocultos como estaciones de tren abandonadas, granjas de animales, centrales eléctricas en desuso... Siendo una de las niñas mimadas de los coleccionistas, su obra sin embargo adolece de una concepción quizás obsoleta del papel del cuerpo en la relación con el mundo: en sus imágenes, la fractura entre sujeto y paisaje es absoluta, como si el ciudadano no pudiese ser más que un espectador trascendente de un territorio que nunca llega a conquistar, con el que no establece una verdadera correlación. Quizás sus cuerpos enuncien el estar-en-el-mundo del hombre contemporáneo, cuya subjetividad es todavía la del yo trascendente que no puede más que asistir, asombrado, al espectáculo fenoménico de un mundo que no llega todavía a sentir como parte de sí mismo y que, por tanto, habita la ciudad como si de un entorno selvático e indómito se tratase.
Una interesante poética del habitante seguramente devaluada por lo conservador de su esteticismo, pero cargada de sugerencias y reflexiones sobre el paso del tiempo en los espacios que habitamos, y sus huellas sobre la memoria, las afecciones y el cuerpo.





Hay en su trabajo, todavía, cierto aroma a viejo romanticismo dieciochesco, el del burgués explorador que busca la mística de lo sublime en aquellos lugares que le resultan exóticos. Como una reformulación de La tempestad de Giorgione en el que la figura fuese una turista flirteando con el caos de los subsuelos de su propio mundo, sin buscar en ellos un orden o un sentido, en los que quizás aflore cierta concepción circense de los lugares dejados de la mano de Dios.
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Yuren Teruka: Árboles




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El arte plantea las cuestiones fundamentales a propósito de la belleza en sentido holístico, porque es difícil de predecir lo que el público va a reconocer como válido. Un amigo mío dijo una vez que si logras hacer sonreír a alguien, se abre para usted y la comunicación comienza inevitablemente. Eso es lo que intento hacer. Baso mi decisión estética específica en mis instintos y en cuándo algo me emociona. Cuando la gente es atraída a mi trabajo y lo observan de cerca, comienzan a extraer mensajes. Cada vez que el arte está hecho de objetos de uso cotidiano del espectador aporta la experiencia en su esfera privada y en el uso de materia misma, lo van a ver desde una perspectiva renovada. Descubrir la metamorfosis de pequeños objetos familiares es un ejercicio psicológico, que permite convertir la rutina en momentos significativoss, haciéndonos más conscientes de las alteraciones infinitas en nuestro entorno.
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Yuren Teruka, Forests


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"Lo japonés" es, como concepto, un delirio occidental, una simplificación diagramática útil para categorizar (y de ese modo quizás comprender) la singularidad formal de la cultura de un país que nos es mayormente extraño, ajeno. Japón es otra cosa, un insólito pliegue en la globalización que allí ha adoptado maneras peculiares, dando lugar a un espacio cultural inquietante con manifestaciones aparentemente occidentalizadas, pero de las que a menudo emergen detalles desconcertantes y decididamente extranjeros que dan cuenta de hasta qué punto su pensamiento (y su poesía) nos resultan incomprensibles, pero ni mucho menos inaccesibles. El propio Roland Barthes daba cuenta de la inexcrutable peculiaridad del país del sol naciente en su clásico "El imperio de los signos", describiendo un paisaje urbano que a ojos de un burgués francés resultaba magmático y caótico, pero aromatizado por el singular encanto de indicativos detalles que sugiriesen la presencia subterránea de una cosmogonía hermosa y sabia, cuyos fundamentos abisales no podríamos acotar. Bajo la aparente inaneidad de unos signos que constantemente rinden pleitesía a su propio vacío, a su condición de asignificantes, fluye una estética de la superficie guiada por sus propias nociones de orden, caos, tiempo y materia, deudoras de la ¿metafísica? de un lugar donde dicha disciplina es sencillamente inpensable.



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¿Qué queremos decir con esto? Que desde nuestra férrea cosmovisión occidental el acercamiento al arte nipón no puede llevarse a cabo de otro modo que no sea la asunción de su inevitable condición exótica: la otredad se mide en distancias. Esa mirada desde el exotismo (en realidad universalizable a cualquier acto de intercambio semiótico) es una postura muy afín a la posmodernidad: no nos intimidemos por el eclipse de un sentido siempre elíptico, indeterminable, y disfrutemos de la sensación, ese nivel de la percepción en el que confluyen la ingenuidad, el capricho y la sensualidad del cuerpo que observa sin necesidad de enfrentarse a irresolubles decodificaciones simbólicas: en esta entrevista (origen de las citas de este post) Yuren Teruka, artista de origen japonés al que dedicamos esta entrada, advierte que su trabajo es más esteticista que ético. Sus delicadas y minuciosas instalaciones de la serie "Bosques"(en las que recrea pequeñas formas arbóreas en objetos cotidianos como libros, bolsas, cartones o cajas) son sutiles haikus formales en los que una naturaleza viral vivifica la materia muerta en un juego entre la reificación fetichista, el panteísmo, la ecosofía y el ikebana, el milenario arte floral japonés. Producidas con técnicas deudoras del bingata de Okinawa (plantillas con arabescos florales utilizadas sea para colorean ropa o para hacer inscripciones de cualquier tipo), sus piezas dan cuenta de una estrategia que el propio Teruka, afincado en Brooklyn, define como política, pero que sin duda trasciende la mera representación ideológica.



Tan esteticista como el espectador quiera considerar, su obra es quizás una redacción en el particular código estético japonés (ese característico minimalismo naturalista, fuertemente sacralizado) de muchos de los valores que en occidente consideramos fundamentales a la vanguardia cultural: el reciclaje, la ecología, la ciencia (cada vez más spinozista) y un pop cada vez más evocativo y fantasmático, donde la belleza surge de un extrañamiento de lo cotidiano hasta que aflore lo que siempre ha sido: la materia, perpetuamente floreciendo. Objetos de derribo condenados por la lógica capitalista a devenir rápidamente basura, son reformados y reformulados en delicadas figuraciones que presentan un tiempo que no es el de la destrucción de las esencias, sino el de su eterno producción y reproducción.


Maurice Demers: Futuribilia

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El medio ambiente es una escultura que se desarrolla, que creció hasta convertirse en la arquitectura efímera y lo urbano. Aprovechar el potencial humano que reside en estos lugares y ponerlos en acción a través de una continua experimentación, ese es el objetivo final. Desde el interior del espacio-tiempo, el participante se convierte en co-creador. Participa al convertirse en escultura como parte de la acción, vivir la escultura en el centro de una creación donde se privilegia el proceso.
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Color del texto

Maurice Demers, Futuribilia



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Los años 60 continúan siendo una fuente inagotable de ideas estimulantes para los espeleólogos del retrofuturismo y las experiencias estéticas singulares. Tanto en el circuito académico de los grandes museos como en la por entonces emergente escena underground, la década fue una continua sucesión de sobresaltos culturales en los que la arquitectura solía conservar intacta un aura emancipadora, de obra de arte total, que favoreció la proliferación de experimentos espaciales al calor de los presupuestos performativos de Fluxus, grupo cuya herencia (no tanto en lo formal como en lo moral) mantiene la influencia y el caudal creativo que en su momento los situó en el epicentro del panorama artístico.

S
i bien la historia acostumbra a ser especialmente generosa con los supuestos grandes núcleos de producción de ideas (el swinging London, el Nueva York de Warhol, París como pinacoteca oficial de las vanguardias históricas...) , en muchas ciudades periféricas se producían igualmente obras y movimientos de gran interés, propias de una globalización que empezaba a asomar la cabeza en el inconsciente colectivo, y en el que la reformulación del papel del arte en la vida cotidiana parecía ser un desafío universal. Muchas piezas que hoy en día quizás resulten excéntricas, pintorescas o naive, fueron alumbradas en su día como experimentos plásticos de alto riesgo, con más seriedad de la que le presuponemos, y con una (quizás ingenua) voluntad utópica (y por tanto, heróica) seguramente perdida hoy, ¿para siempre?



Maurice Demers es el más ilustre representante de aquella escena en Qebec, y arquetipo de un tipo de artista hoy en franca decadencia: el iluminado de oratoria mesiánica y aspecto descuidado, ensimismado en una cosmogonía propia y omnímoda, y creyente todavía en el valor vivencial de la experiencia artística, a mitad de camino entre el superrealismo y la psicodelia mística. No se trata en absoluto de un realista, y quizás por eso nunca ha sido atendido ni escuchado por los arquitectos (colectivo éste absolutamente sumiso a los dogmatismos tecnócratas de cierto materialismo, también en los 60): su trabajo, completamente opuesto a la opresiva e inhumana abstracción rígidamente codificada propia del movimiento moderno, es incomprensible sin su apuesta por el aspecto dionisíaco y sensual de la percepción, de un estar en el mundo hecho de sensaciones y afecciones, y opuesto completamente al cartesianismo de los herederos de Mies. Mientras los CIAM languidecían en el inasumido fracaso de su diseño de la ciudad contemporánea, los artistas de la escuela Fluxus investigaban la dimensión afectiva, participativa, dinámica y plural, en la que la espacialidad no era ya la euclidiana, sino más cercana a Mikhail Bakhtin y su noción de cronotopo. Fruto de esta colisión de disciplinas a medio camino entre la arquitectura, la escultura y la performance, y siempre con el acontecimiento como eje articulador, Demers investigará junto a otros artistas de su círculo la propuest a de un "Théâtre d’environnement" mediante el cual desplegar sus investigaciones.






Uno de los más celebrados experimentos de Demers fue este Futuribilia que presentamos en este post, y que constituye una excéntrica y acaso delirante muestra de muchos de los sueños utópicos que hoy en día son pasto de la cultura abisal del hauntology. Desarrollada en Montreal entre 1966 y 1968 (en paralelo, por tanto, a la explosión de la era espacial, el espiritualismo orientalizante y la sociología hippy) se trata de un "ambiente" que pretende recoger las inquietudes artísticas del autor en aquellos momentos, deudora de una confianza hoy impensable en el progreso y la ciencia: es un homenaje, fascinado y espontáneo, a la noción de ecosistema, a las teorías de la computación, al sueño de la conquista del espacio, y la utopía de la humanidad emancipada a través del arte, la tecnología y la ciencia. Lo que la convierte en un rara avis digno de ser recuperado es su naturaleza festiva y jovial, la apuesta por una idea del espacio que no es más que potencia de acción y sensación, la efectuación de los sueños en una interzona a medio camino entre el realismo mágico y el puro teatro.

Su marcada icongrafía pop (serviría perfectamente como atrezzo a una nueva versión de la Barbarella de Jean-Claude Forest), el optimismo vitalista tan de la época, la estética tecno-psicodélica y sensual, y su naturaleza eminentemente festiva, son huellas de un tiempo aparentemente superado, pero cuyo planteamiento de los ambientes efímeros como indisolubles del acontecimiento que habrán de catalizar permanece todavía vigente. Sobran motivos para atender a este tipo de propuestas insólitas.






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Primer ciberplaneta del mundo, expresa en formas, colores e imágenes los grandes descubrimientos científicos del siglo XX: la relatividad, la mecánica cuántica y la teleportación. Los visitantes son recibidos por un robot que los llama por sus nombres de pila y dialoga con ellos, pueden manipular objetos virtuales e interactuar con las esculturas cibernéticas, un simulador de vuelo cósmico, un vehículo interplanetario. Una serie llamado "Trans-era" nos hace vacilar sobre la curvatura del espacio. Una pantalla de teletransporte impulsa y disecciona las personas y las cosas a su alrededor. Partículas del espacio cósmico se proyectan en los participantes mientras un robot come caramelos y otro atraviesa las paredes. Un hombre se encuentra en un pasillo de metal transparente, tratando de comunicarse con otros mundos. Antes de salir, de firmar su nombre en una pantalla con múltiples horizontes, tratando de llegar a un lápiz en la ingravidez, etc. Se trata de des-institucionalización del mundo del arte, por ello Futuribilia se presentó en mi estudio.

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Minimum Monument de Nele Azevedo


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El proyecto es una lectura crítica del monumento en la ciudad cintemporánea. En una acción de pocos minutos, los cánones oficiales del monumento son invertidos: en lugar del héroe, el anónimo; en lugar de la solidez de la piedra, el proceso efímero del hielo; en lugar de la escala monumental, la escala mínima de los cuerpos perecederos.
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Minimum Monument de Nele Azevedo



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La poética del hielo como metáfora del paso del tiempo continúa manteniendo su frescura pese a la proliferación de diseñadores que utilizan ese recurso con fines más orientados a la fruslería trendy que a un auténtico programa artístico: muestras del lujo excéntrico y caprichoso como los famosos Xtracold de Amsterdam (un bar construído a base de hielo en la capital holandesa) o el delirante Chill Out Café (también de hielo pero esta vez... ¡en la tórrida Dubai!) muestran hasta qué punto se puede degradar el potencial simbólico y vivencial del hielo, que en manos más ingeniosas se presta a sutiles dialécticas entre fluctuación y estatismo, entre instante y proceso, y en definitiva, entre presencia y representación.

Una de los más interesantes piezas de este subgénero es la instalación de la artista brasileña Nele Azevedo Minimum Momentum, constituída a base de pequeñas y lacónicas figuras de hielo dispuestas estratégicamente en el centro histórico y monumental de ciudades como
Braunschweig o Florencia. La prensa del ramo ha visto en la instalación una alegoría del cambio climático, pero en mi opinión su interés trasciende en mucho ese ecologismo simplón que reduce el arte a la redacción de consignas icónicas. Tampoco son especialmente estimulantes las lecturas que abordan la pieza como una reiterativa metáfora del existencialismo deprimente que tanto seduce a los que no han leído a Sartre (y mucho menos a Heidegger), obviando la diferencia entre la escultura y el relato (la primera se caracteriza por la presencia) y, en el fondo, recreándose en una sentimentalidad para la que el tiempo no es más que la mórbida e implacable guadaña que condena a las esencias a la desaparición.

Puesto que nuestra competencia es lo efímero, nuestra lectura quiere en cambio ser positiva, valorando lo que la instalación tiene de afirmación: la visualización en tiempo real de la transubstantación de la materia, como inteligente reflexión (la propia autora lo reconoce en la cita que abre el post, extraída de aquí) sobre un concepto tan aparentemente incompatible con lo transitorio como es el monumento. Si la monumentalidad clásica quiere ser la reificación del acontecimiento inscribiéndolo en un objeto permanente, lo que Azevedo propone es recuperar el sentido eventual de un acontecimiento que ya no es evocado ni simbolizado sino efectuado: tiempo monumentalizado. Las alegorías existencialistas o su vocación ecológica son aspectos menos interesantes de una pieza que embellece la performatividad del tiempo en sí, homenajeando la omnipotencia de un Cronos frente al que la materia no es más que una ilusión perspectiva.