Robert Edmond Jones




Robert Edmond Jones

Una de las grandes preocupaciones de las vanguardias fue la necesidad de superar la noción de escenario como paisaje, heredero de la concepción clásica del teatro, para convertirlo en un agente participativo de la acción, no sólo como fondo atmosférico meramente connotativo sino como prácticamente sujeto de la acción, fuertemente denotativo. Una voluntad (la de vivificar el scenarium, dotarle de la capacidad de catalizar el acontecimiento) que ha recorrido toda la concepción escénica del siglo XX. Pero si en este sentido se suele recordar a las compañías soviéticas de filiación constructivista, o al trabajo teatral de la Bauhaus, sería un americano el que lograría licuar ese carácter vanguardista para hacerlo digerible por el gran público. Prescindiendo de los extremismos maquinistas y quizás pintorescos de ciertas vanguardias radicales, será este Robert Edmond Jones el que hará una interpretación amable y clásica de esa nueva condición activa del escenario, que ahora pasaba a interactuar fluidamente con los actores.

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"Al modo americano": limando las asperezas, evitando la violencia de lo nuevo y manteniendo siempre un cierto sentido clásico. Esas características hicieron que el trabajo de Edmund Jones, que partía de las ideas más revolucionarias de Europa, lograse convertirle en uno de los más reconocidos escenógrafos de su país, siempre prudente ante las extravagancias del viejo continente. No obstante, la huella de sus estudios en Europa (estuvo, entre otros, aprendiendo con Max Reinhardt) está muy presente en las escasas imágenes de sus diseños que circulan el internet. La herencia del expresionismo alemán (geometrías angulosas iluminadas en violento claroscuro), reinventado por Edmond Jones aportándole la monumentalidad de Etienne Louis Boulleé (composiciones rigurosas de intensa figuralidad, con los nodos de la escena muy focalizados), del minimalismo miesiano y el naturalismo gótico anglosajón, han hecho de él uno de los "grandes clásicos" de la escenografía americana, una figura que como arquetipo típicamente estadounidense no está muy distante de lo que pueda ser Edward Hopper en pintura. Su "The Dramatic Imagination" está considerado uno de los mejores libros sobre este campo, en los que expone su peculiar visión (trascendentalista y solemne) de la misión del set designer. Podéis leer algunos estractos aquí.

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Cardborigami

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Muy interesante resulta el proyecto Cardborigami, un refugio plegable de cartón ideado para servir de cobijo de los homeless, una problemática cada vez más presente en las investigaciones de los arquitectos más audaces. Impermeable, transportable, plegable y a prueba de fuego, este artefacto (muy económico y al mismo tiempo estético) se aprovecha de los hallazgos estructurales de las superficies plegadas propias de la arquitectura paramétrica de vanguardia, y los adapta a la milenaria tradición japonesa del origami, la papiroflexia del país del sol naciente.





Pese a las limitaciones inherentes al programa de necesidades (el requisito de máxima ligereza, economía y portabilidad era fundamental) la pieza lograda es perfectamente armónica con la estética de la arquitectura de vanguardia de hoy en día, que parece por fín superar aquel viejo presupuesto lecorbusieriano consistente en discretizar la estructura de los paramentos: cada vez más, y gracias a los cálculos que permiten las computadoras, se buscan artefactos en los que los componentes sean simultaneamente piel y hueso, cumpliendo varias funciones a un tiempo (estructura, cerramiento, semiosis), haciendo uso de las sorprendentes propiedades del pliegue, categoría cada vez más presente en los proyectos arquitectónicos, por su capacidad de aunar eficiencia, ligereza, y una concepción del espacio en la que el acontecimiento, la transitoriedad, la posibilidad de montaje y desmontaje, son cada vez más urgentes.


Graham Guy-Robinson

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Interesantísimo el trabajo de Graham Guy-Robinson, joven artista británico cuyas instalaciones combinan con audacia múltiples referencias ilustres (tanto artísticas como filosóficas) hasta configurar una plástica propia llena de interesantes sugerencias arquitectónicas. Sus piezas pueden encuadrarse a medio camino entre el pop y el arte povera, en la medida en que utiliza materiales industriales muy baratos y de uso cotidiano, descontextualizados de tal modo que emerja su presencia matérica, anterior a su sentido habitual, pero reminiscentes todavía de las imágenes urbanas a las que remiten en nuestro imaginario: su material fetiche es la malla plástica naranja utilizada generalmente para enmarcar un espacio temporalmente no accesible. Aprovechándose del aspecto geométrico y casi digital de su superficie (el juego de llenos y vacíos remite a los sistemas informáticos de codificación binaria), Guy-Robinson despliega sus juegos de superficies alabeadas, pliegues y fracturas en las que las nociones de adentro y afuera, membrana y límite, visible e invisible, territorio y desterritorialización, se retuercen en morfologías topológicas y ambiguas.
Pareciese que la intención del artista fuese plasmar tridimensionalmente la desmaterialización de todo lo visible (y lo pensable) que muchos han deducido de la obra de Gilles Deleuze, donde los entes abandonan su condición Única y Cerrada hasta disolverse en sistemas de tramas y multiplicidades, un sistema que alcanza la máxima diversidad a través de combinaciones algorítmicas de diferencia y repetición, buscando la percepción de lo volumétrico a partir del pliegue de tramas pixeladas.

Electroland - Urban Shelter

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Este interesante refugio inflable para homeless, creado por el colectivo especializado en arquitectura efímera y transportable Electroland, puede resultar aparentemente obvio y retórico: existen muchas otras soluciones funcionalmente más eficientes y resolutivas para la misma problemática (el habitat de los sin techo), pero este proyecto puede leerse como un caramelo políticamente envenenado: su leit motiv es la visibilización de los miles de vagabundos que viven en Estados Unidos.
Su forma de oruga, a medio camino entre los mimetismos organicistas y la arquitectura paramétrica, le proporciona una apariencia dinámica y zoomórfica, inquietante, y sus vivos colores pop evitan el aspecto grisáceo, sórdido y mortecino que solemos asociar a la forma de vida del nómada desahuciado. El artefacto está pensado para resultar estridente en el contexto urbano en el que será implantado, operando así como dispositivo de visibilización que reivindica el derecho a la ciudadanía de aquellos que quedan marginados del aparato de la seguridad social, resultando una estimulante propuesta por su dimensión estética, política y arquitectónica, en consonancia con el tipo de batalla semiótica invocada por Felix Guattari como requisito para la afirmación simbólica de los colectivos más desfavorecidos.

Urbanscreen


555KUBIK de Urbanscreen (colectivo de Bremen especializado en la proyección de imágenes en espacios urbanos) sobre la fachada de la Galerie der Gegenwart de Hamburgo, obra de O.K. Ungers.

... un poco de literatura: Friedrich Schiller. La educación estética del hombre

Friedrich Schiller. La educación estética del hombre

“Para resolver en la experiencia el problema político, es preciso
tomar el camino de lo estético, porque a la libertad se llega por la belleza”

Para los aficionados a la filosofía contemporánea (y en mayor medida los lectores de los díscolos franceses sesentayochescos) los ideales de la modernidad jacobina representan algo así como "el enemigo": si el pensamiento más glamouroso de hoy en día parece constreñido a oscilar entre la genealogía nietzscheana y la heideggeriana (ambos filtrados por Spinoza), el corpus teórico asociado a la revolución francesa es blanco de todo tipo de cuestionamientos conceptuales, severas críticas morales y virulentos juicios políticos. Quizás de un modo un tanto frívolo, nos hemos acostumbrado a culpar indirectamente a Kant de pesadillas como Auschwitz: todavía recuerdo una magnífica conferencia de Teresa Oñate, argumentada y convincente, que trazaba un hilo de indireta causalidad entre el pensamiento de Aristóteles y la deriva bélica del hombre contemporáneo. ¿El idealismo alemán, la soberbia implícita en el humanismo positivista, son verdaderamente parte del eje del mal?
La lectura de este magnífico "La educación del hombre estético" quizás sorprenda a los fundamentalistas del materialismo posmoderno. Se trata de la recopilación de una serie de cartas escritas por Friedrich Schiller (junto a Goethe, el gran totem del romanticismo alemán: suyo es por ejemplo Guillermo Tell) publicadas por primera vez en torno a 1795, un tiempo singularmente significativo, cuyo espíritu recorre las páginas del libro de principio a fín: se trata quizás del más canónico tratado de estética kantiana, especialmente importante por haber sido escrito en el Año Cero de la revolución burguesa. El libro exuda urgencia revolucionaria, la necesidad imperiosa de construir un nuevo ideario moral (estético, político y vivencial) para el hombre nuevo que había de emerger de las cenizas del antiguo régimen. No es, entonces, un texto gratuíto o caprichoso, pues su autor se enfrenta a la exigencia ineludible de refundar la estética para los tiempos nuevos, viviendo ese desafío como si de un problema de supervivencia se tratase. Sus páginas transmiten de un modo muy intenso esa imperiosa necesidad contrareloj de establecer una nueva lógica para el arte, de refundarlo, y en ese sentido es muy fácil que el lector pueda establecer una gran empatía con Schiller: los problemas a los que se enfrentaba él, no distan demasiado de los que inquietan al artista o el pensador de hoy en día. Esta peculiaridad hace de su lectura algo muy contemporáneo y cercano, disfrutable más como el mensaje en una botella que nos enviase alguien que ha vivido anteriormente lo mismo que nosotros hoy en día: se lee como un manual para la acción, todavía útil e inspirador, mucho más allá de la mera curiosidad bibliográfica o historiográfica. Con todos los peros que queramos encontrarle, sus páginas viven, respiran, hablan de los temas que aún hoy desafían a la cultura contemporánea.

El libro comienza renqueante, pero recomiendo al lector que no se deje intimidar por su retórica pomposa y excesivamente solemne: sus contínuas exégesis trascendentalistas sobre Estado, Espíritu y Libertad parecen retrotraer a ese idealismo totalitario y mesiánico del que hablaba al principio (o como se dice con sorna en los foros de hoy en día, hombrenuevismo ciudadánico), de indisimulado elitismo y timbre acartonado. Pero a medida que avanzan las cartas y uno va comprendiendo el rigor y astucia con el que maneja los conceptos, de entre las brumas de la oratoria anacrónica de Schiller se empieza a perfilar la silueta potentísima de un Sistema Filosófico a la vieja usanza, argumentado con pasión, profundo y bello, donde todo encaja y encaja el todo. No puedo valorar hasta qué punto el tremendo vigor de este sistema es atribuíble a Kant, pues no conozco en profundidad los matices de su estética, pero en cualquier caso se trata de un sistema sorprendentemente incisivo que consigue articular en perfecta sinfonía la metafísica, una preciosa conceptualización de la libertad, la política y el arte, que como en el caso de muchos pensadores actuales, es elevado a lo más alto de entre los haceres humanos.
El sistema filosófico de Schiller se mantiene muy sólido (y más sensato de lo que sus críticos nos habían asegurado), e independientemente de lo disconformes que podamos sentirnos con él, merece todo el respeto y la atención. Lo que viene a afirmar es una concepción aún vigente de la acción artística: se trataría de una especie de campo de investigación mental en la zona fronteriza de los cognoscible, una apertura al mundo en cuyo seno la razón y la sensación juegan su particular diálogo, y en última instancia la posibilidad misma de la libertad humana. El arte es para Schiller la vanguardia de la aprehensión del mundo, y el espacio donde se construye lo real: hasta aquí, todo encajaría incluso con la estética que Ranciere deduce de Deleuze, aunque formulado desde un humanismo quizás ya obsoleto que en el caso de los franceses ha sido desplazado por un post-humanismo cercano a la etología. Probablemente algo que hemos aprendido desde los tiempos de Schiller es a recelar del espíritu humano; la confianza en los hombres para guiar su destino y construir armónicamente sus sociedades envejece un libro que por lo demás resulta sorprendentemente fresco. Quién sabe si algún día la estima en que los hombres se tienen a sí mismos volverá a ser tan alta como en el XVIII posrevolucionario: en el siglo XXI el ser humano parece no perdonarse a sí mismo sus inacabables fracasos, y ha decidido darse a sí mismo por imposible. Quizás después de tiempos tan convulsos como estos volvamos a recuperar la confianza en nuestra condición humana, asintiendo con Schiller en la importancia de la educación estética del hombre como única posibilidad de su libertad.